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MIRANDO DE ARRIBA

por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

O el tango o la guerra

Mientras cuece el linguini, la salsa se insume en un trozo de carne blanda. Espinaca, perejil, tomate, cebolla y ajo mezclados con orégano, laurel, sal, pimienta, una pizca de comino, y achiote para darle color, conforman un líquido espeso que se vierte sobre la pasta culminando una obra de arte menor.

Se destapa el mejor vino de Chile, Marqués de Casa Concha, casi negro de tanto tinto. El tocadiscos toca, juega (quizá es más adecuado), en traducción literal del inglés, tangos de diversas orquestas antiguas: las de Julio de Caro, Pedro Laurenz, Quinteto Pirincho. La mañana se cambia en tarde al mediodía. El sol cae sobre la nieve permitiendo unos cómodos cinco grados centígrados en este invierno. El domingo sería perfecto: pasta, vino y tango. Podría ser que estamos en Córdoba, en la calle Oncativo, en charla con nuestro diverso grupo familiar; en la campiña de Socorro, las tenues verdes colinas de Sao Paulo, con el compositor Pedro Ferragutti y acordeones; o en Cochabamba, en los altos de Villa Moscú mientras humea la parrilla de costillares. Pero no, es Denver, y a pesar de la belleza, de la conjunción de nostalgia y novedad, de la superposición de dos culturas que bien pueden complementarse, como todas, pesa sobre los Estados Unidos la sombra de la Casa Blanca donde en este instante se va tejiendo la muerte.

Si fuese cristiano encontraría señales inequívocas del Anticristo en cualquiera de los señores -o perros- de la guerra que pululan en oficinas y patios de la mansión presidencial. La Bestia hiede alrededor. Mister Cheney calcula cuantos millones le traerá a su bolsillo personal la guerra de Iraq. El endemoniado Rumsfeld, criminal de guerra en Vietnam según los periodistas, quizá sólo quiera saciar su sed de sangre; mejor le caería un tuco italiano que rojo también es más sabroso. Qué podrían entender estos dos, el Tío Tom Colin Powell, y el superagente 86, Maxwell Smart, idiota inventado por Mel Brooks y copia del actual presidente del imperio, del placer de sentarse a comer, la felicidad de la tristeza de un tango de Roberto Firpo, un vaso de vino del valle del Maipo, cocinar, probar si el fideo está listo, tender el mantel blanco y dejar a las niñas jugar con motocicletas de juguete en las que montan lagartijas de plástico que viajan por el universo de la alfombra ajenas a la guerra, la locura mayor de los imbéciles y el negocio más grande del capitalismo. Los vidrios se empañan por el frío y a pesar de la suma orfandad de Dios en derredor, nos quedan Juan de Dios Filiberto y sus tangos. 9/2/03