El cóndor es una gigantesca ave de rapiña, un buitre que se alimenta de cadáveres.
      La operación que llevó su nombre también huele a despojos y muerte. 
      En diciembre de 1992 fue descubierto, en dependencias del gobierno paraguayo, hasta
      poco antes ocupadas por el dictador Alfredo Stroessner, un cúmulo de informes secretos
      conocido como "el archivo del horror". Ahí estaban registradas las actividades
      de los organismos de represión política de la larga tiranía paraguaya. Pero se halló
      también la primera prueba concreta acerca de la red Operación Cóndor: una carta enviada
      en octubre de 1975 por el entonces coronel del Ejército chileno y director de la DINA,
      Manuel Contreras, al jefe de inteligencia militar paraguaya, general Benito Guanes
      Serrano, y al director de la policía de ese país, general Francisco Brites. Se trataba
      de la invitación a participar en una "reunión de trabajo de carácter estrictamente
      secreto, a realizarse en Santiago entre el 25 de noviembre y el 1 de diciembre de
      1975", cita en que se habría de materializar la propuesta planteada por Augusto
      Pinochet a su cómplice, Alfredo Stroessner, durante el viaje a Asunción del general
      chileno en 1974. 
      Aquella reunión secreta contó con la asistencia de los encargados de seguridad y
      jefes de las policías secretas de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile. En ella
      quedó estructurada la coordinadora represiva. Sus fundamentos y objetivos pudieron
      conocerse al descubrirse otra misiva de Contreras, esta vez destinada al general Augusto
      Pinochet, fechada a comienzos de 1976. En ella solicitaba un presupuesto adicional de
      600.000 dólares para la DINA, argumentando esta necesidad en el aumento del personal de
      la DINA adscrito a misiones diplomáticas en Perú, Brasil, Argentina, Venezuela, Costa
      Rica, Bélgica e Italia; gastos adicionales requeridos para la "neutralización de
      los principales adversarios de la Junta de Gobierno en el exterior", principalmente
      en México, Argentina, Costa Rica, Estados Unidos, Francia e Italia; además de gastos
      para financiar "nuestras operaciones en Perú" y el "entrenamiento
      antiguerrillero de nuestros hombres en Brasil". 
      La Operación Cóndor estaba en marcha. Su cabeza operaba en Santiago. Sin embargo,
      aunque la red fue formalizada sólo a partir de finales de 1975, ya antes había existido
      vasta experiencia de trabajo conjunto entre las distintas policías secretas, lo que
      sentó un precedente fundamental a la hora de diseñar la Operación. 
      Una de las acciones conjuntas previas, en que participaron oficiales chilenos, se
      inició en marzo de 1974, cuando el sargento Guillermo Jorquera Gutiérrez fue relevado de
      su cargo como jefe de interrogatorios en el campo de prisioneros de la Isla Dawson para
      sumarse a una delicada misión junto al entonces mayor de Ejército, Gerardo Alejandro
      Huber Olivares. Debían partir a Argentina en misión encomendada por la DINA para
      infiltrar las estructuras del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de Montoneros, y
      dejar la puerta abierta para su aniquilación física a manos de las fuerzas argentinas de
      represión. 
      El juez Baltasar Garzón, que tiene a Pinochet acorralado en la exclusiva clínica
      londinense por su responsabilidad en las operaciones de Cóndor, está desenterrando los
      capítulos más oscuros de la historia latinoamericana. 
      De prosperar este proceso (recientemente ampliado para incluir 94 casos de detenidos
      desaparecidos, vinculado además al sumario que el mismo juez instruye por la
      desaparición de centenas de ciudadanos españoles durante la dictadura argentina, y el
      secuestro y aniquilación de decenas de chilenos en territorio argentino), los
      investigadores tendrán en sus manos, por fin, la posibilidad de desenmarañar la madeja
      de la Operación Cóndor. La red no fue sólo represiva; su funcionamiento no se limitó a
      los años 1975 y 1976. A continuación algunos brumosos antecedentes. 
      En el mes de enero de 1992 estalló el escándalo. En Chile era verano y los
      escándalos pasan inadvertidos. En Hungría era invierno, y en el patio nevado de un
      terminal aéreo se encontraron los containers con armas de fabricación chilena, salidas
      de FAMAE (Fábricas y Maestranzas del Ejército); treinta y seis toneladas de armas que
      estaban por embarcarse a Croacia para alimentar el genocidio del que eran testigos y
      narradores los miles de refugiados que llegaban en oleadas a Europa occidental. 
      La guerra en la ex Yugoslavia estaba en su apogeo, las imágenes de la muerte y horror
      daban la vuelta al mundo; los delegados internacionales discutían en Naciones Unidas qué
      hacer para detener la barbarie. Primera medida: nadie debía vender armamento a las partes
      en conflicto. 
      El armamento chileno había arribado a Hungría a bordo de un avión de Florida West,
      contratada por el francés Yves Marzialle, representante de la empresa gala IVI Finance
      Management. Él había comprado las armas a FAMAE. Su contacto en Chile había sido el
      general en retiro de la FACH, Vicente Rodríguez. El general, ex representante de ENAER
      (Empresa Nacional de Aeronáutica) para América Latina, se había desempeñado también
      como jefe de inteligencia de su institución. Era socio comercial del ex coronel de la
      FACH Edgard Ceballos Jones, encargado de interrogatorios en la Academia de Guerra Aérea
      (AGA) en los meses posteriores al golpe, y luego cofundador del Comando Conjunto, dedicado
      a la eliminación de los cuadros y estructuras del Partido Comunista y del MIR. 
      Poco antes, el 21 de noviembre de 1991, el general Carlos Krumm había instruido a su
      subalterno, coronel Gerardo Huber (el mismo ya mencionado), encargado de exportaciones e
      importaciones del Ejército y tercer jefe de la división de logística de la
      institución, que dispusiera del empleado civil Ramón Pérez para que tramitara ante
      Aduanas el embarque de armas de FAMAE: treinta y seis toneladas con destino a Croacia. 
      Cuando las armas fueron encontradas en Hungría, y se supo cuál era su destino final y
      el carácter ilícito de la operación, fue detenido el general Vicente Rodríguez, pero
      poco más tarde lo liberó la Corte Suprema. 
      También se citó ante la justicia al coronel Huber, pero éste esgrimió un
      diagnóstico siquiátrico de "síndrome vertiginoso", con el que obtuvo licencia
      médica por una semana. Refugiado en casa de amigos en el Cajón del Maipo, se le perdió
      la pista un 29 de enero de 1992. Casi un mes más tarde, se encontró su carnet de
      identidad (en un sitio que había sido registrado palmo a palmo por la policía y el
      Ejército), junto a un cadáver en las márgenes del río Maipo, en las inmediaciones de
      La Obra. El cuerpo carecía de huellas dactilares que pudieran identificarlo
      fehacientemente, y una contusión craneana había sido la causa del deceso. Se dijo que
      eran los restos de Huber. El mismo 29 de enero de 1992, la prensa divulgaba el documento
      que consignaba los montos y destinos de las armas exportadas. El documento, una factura
      pro-forma, estaba rematado por el sello y timbre de la división de logística del
      Ejército. 
      Pasaron los meses. En un caso en apariencia completamente distinto, cuando el ministro
      en visita Milton Juica andaba tras los pasos de los agentes de Dicomcar, responsables del
      degollamiento de los dirigentes comunistas Santiago Nattino, Manuel Guerrero y José
      Manuel Parada, los detectives de Investigaciones recibieron instrucciones para allanar una
      oficina en calle Teatinos. Allí se encontraron con el suboficial de la FACH, José Uribe
      Pacheco, y con el general retirado Vicente Rodríguez. 
      Los detectives se sorprendieron al encontrarse con el general. También se
      sorprendieron al encontrar el pasaporte de Miguel Estay Reyno (alias El Fanta), ex
      militante de las Juventudes Comunistas, agente del Comando Conjunto y de Dicomcar,
      vinculado a varios casos de violaciones de los derechos humanos, desaparición y muerte de
      sus compañeros de antigua militancia. 
      Para los investigadores resultaba evidente la existencia de una estructura de
      protección de ex agentes, a la que habían bautizado La Cofradía (heredera directa de la
      Operación Cóndor), y que, entre otros, mantenía a resguardo de la ley a prófugos como
      El Fanta, Osvaldo Romo, Carlos "Bocaccio" Herrera y Eugenio Berríos. Esta
      organización contaba con una inusual capacidad operativa y logística. Podía trasladar
      personal y prófugos a través de fronteras, brindar documentación falsa, mantener
      familias enteras en el extranjero. Sospechaban los policías que estaban ante una sociedad
      ilícita creada al margen de los mandos de las Fuerzas Armadas, en que participaban
      oficiales en retiro y probablemente otros en servicio activo. 
      El resumen de los antecedentes curriculares de dos de los principales involucrados en
      el caso de exportación ilegal de armas a Croacia es muy elocuente: 
      El general en retiro Vicente Rodríguez no sólo había servido de contacto entre el
      complejo Ejército-FAMAE y los compradores de armas, sino que además formaba parte de la
      red de protección a ex agentes de seguridad. 
      El coronel Gerardo Huber, quien cumpliera misiones de alta responsabilidad en la DINA,
      había además trabajado junto al químico Eugenio Berríos (a quien conocía desde los
      tiempos de la DINA) en el Complejo Químico e Industrial del Ejército, en tareas que se
      sospecha tenían que ver con el desarrollo del gas Sarín y otras armas químicas. Luego,
      apareció como tercer jefe de la división de logística de su institución, a cargo de
      las exportaciones e importaciones del Ejército, y como responsable directo del envío de
      armas a Croacia. 
      Pronto aparecieron coincidencias y cruces de nombres que indicaban algún grado de
      relación entre la asociación de protección a los ex agentes de seguridad de la
      dictadura y los responsables directos de la irregular exportación de armas a Croacia. Se
      agregaron datos y evidencias a una sospecha de larga data: la venta de armas, cuando está
      en manos de orgánicas con capacidad de actuar de modo autónomo respecto de las
      autoridades gubernamentales, protegidas por los herméticos procedimientos militares,
      resulta, potencialmente, un semillero de corrupción. En este caso, los antecedentes
      parecían indicar que, la exportación irregular de armas podía estar financiando a La
      Cofradía, con o sin conocimiento de los mandos institucionales. 
      Dos personajes de esta maraña de intrigas y misterio encontraron la muerte con un año
      de diferencia. Primero fue (supuestamente) Gerardo Huber y luego el químico y ex agente
      de la DINA, Eugenio Berríos, quien recibió dos tiros en la nuca entre enero y junio de
      1993, y cuyos restos se encontraron en una playa uruguaya dos años más tarde. 
      Pero los nombres de Eugenio Berríos y Gerardo Huber estaban emparentados desde mucho
      antes. El supuesto suicidio de Huber sigue siendo motivo de especulaciones, tanto, que en
      junio de 1997 fue exhumado el cadáver hallado en el río Maipo. La identificación del
      cuerpo no satisface a los investigadores, pero la desaparición del coronel ha dejado
      satisfechos a otros, aquellos que tienen las respuestas a las preguntas pendientes:
      ¿Suicidio o asesinato? ¿Qué sabía Huber, y a quién convenía que jamás lo contara?
      ¿Qué vinculación hay entre el coronel Gerardo Huber, la red Operación Cóndor, la
      DINA, Manuel Contreras, el general Pinochet, las muertes de Orlando Letelier, Carlos Prats
      y Carmelo Soria y el tráfico internacional de armas y estupefacientes? Lamentablemente,
      esas mismas preguntas unen a Huber con Berríos, y ninguno de los dos podrá ayudar a
      encontrar las respuestas. 
      Las historias secretas de estos dos personajes, que las autoridades civiles y militares
      (de Chile, la Argentina, Uruguay y Paraguay) se han empeñado en relegar a un plano
      secundario, tienen demasiado en común. 
      En el caso de Eugenio Berríos, hay un cúmulo de historias y antecedentes sueltos que
      permiten hacerse una idea de la razón de los balazos a quemarropa, y que dejan abierta la
      puerta a futuras pruebas que puedan, por fin, demostrar que la Red Cóndor o su sucesora
      está activa; que el tráfico de armas está vinculado al tráfico de drogas; que la mafia
      del comercio de estupefacientes ha estado vinculada a los aparatos de inteligencia del
      Cono Sur; que ambos negocios han financiado parte importante de la represión en nuestros
      países, y que todo este misterio es sólo el rostro semivisible de una más profunda red
      de triangulaciones internacionales. 
      Eugenio Berríos Sagredo comenzó su carrera de bioquímico en la Universidad de
      Concepción a mediados de la década del '60. Ya desde entonces, apodado "El
      Conde", se inclinaba por posiciones políticas de extrema derecha, que se reforzaron
      con la llegada de la Unidad Popular. En 1971 se trasladó a la capital, donde continuó
      sus estudios en la Universidad de Chile, a la vez que ingresaba a Patria y Libertad. No se
      trataba de un alumno excepcional, y tardó diez años en obtener su título, con una tesis
      titulada "Boldina: extracción, purificación, propiedades, generalidades". Es
      un dato importante, pues habría de marcar su desarrollo posterior: se trataba de un
      método para producir alcaloides por procedimientos electrolíticos, descartando el uso de
      éter, que es la sustancia detectable en la cocaína. El documento presentado por Berríos
      ante la comisión evaluadora de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad de
      Chile fue calificado de "confidencial", y no se incorporó al archivo de
      memorias de título ni se encuentra en la biblioteca de la universidad. Las dos copias que
      se supone que existieron, de acuerdo al fichero de publicaciones de la universidad, fueron
      "destruidas" en un misterioso incendio que arrasó los "archivos
      confidenciales" del decanato en 1982. 
      Egresado en 1975, Eugenio Berríos montó un laboratorio en el garage de su casa, donde
      se dedicó a extraer boldina de la planta de boldo. Esta actividad privada de dudoso
      rendimiento económico fue complementada con otra, su verdadera pasión: ser agente de la
      DINA. Trabó amistad con Michael Townley, y juntos montaron un laboratorio en la casa de
      la Vía Naranja de Lo Curro, sede de la Brigada Quetrupillán, donde el químico comenzó
      a desarrollar el gas Sarín. Pudo en ese tiempo comprobar la efectividad del veneno por lo
      menos en dos personas: Renato Zenteno y Manuel Leighton. Berríos, de la boldina pasó a
      los venenos. Uno de sus brebajes habría estado destinado, por instrucciones del propio
      Manuel Contreras, a ser ingerido por el general Odlanier Mena, sucesor de Contreras en la
      CNI 
      
      Las actividades de Berríos en la DINA no terminaron ahí. El químico fue pieza clave,
      junto a Townley, en el desarrollo del laboratorio en que se habrían de diseñar las
      bombas y explosivos que habrían de terminar en Washington con la vida del ex canciller
      Orlando Letelier y su asistente, Ronnie Mofitt. También sirvió de conexión con el grupo
      de ultraderecha italiano representado por Alberto Comunianni, con quien montó una
      sociedad comercial de fachada en las torres San Borja, y a la que acudían con frecuencia
      Manuel Contreras y otros oficiales del Ejército. Ahí se fraguó el atentado en Roma
      contra el ex vicepresidente Bernardo Leighton. Por otra parte, mientras Berríos fue parte
      de la Brigada Quetrupillán, y en el tiempo que estuvo habilitado su laboratorio en la
      Vía Naranja, se produjo el secuestro, tortura y asesinato del ciudadano español Carmelo
      Soria, quien estuvo retenido en ese mismo domicilio de Lo Curro. Durante los últimos
      años de la década del 70, Berríos fue destinado a trabajar junto a Gerardo Huber,
      compañero de labores en la DINA, en el Complejo Industrial Militar de Talagante. Eran los
      tiempos de amenaza latente de guerra con Argentina, y dedicó todos sus esfuerzos al
      desarrollo de armas químicas. 
      A comienzos del 80, Berríos comenzó a colaborar con la CNI. El organismo alquiló un
      local para el químico en Carmen 1159. Tras la fachada de una pastelería, Berríos
      instaló su laboratorio, dedicado a la sintetización de alcaloides y al desarrollo de
      investigaciones de gases y otras armas letales de origen químico. Esta fue la
      "dirección comercial" de Eugenio Berríos hasta 1989. 
      Durante aquellos años viajó mucho, especialmente a Colombia y Estados Unidos (unas
      siete veces al año), y ante conocidos suyos (quienes entregaron su testimonio a la
      revista Los Tiempos) se jactaba de estrechas relaciones con el traficante de cocaína
      colombiano Jesús Ochoa y el chileno Edgardo Bathich. Se vanagloriaba, además, de contar
      con seis pasaportes falsos, de manejar importantes sumas de dólares y de ser uno de los
      más fieles "servidores" del Ejército. 
      El químico Eugenio Berríos desapareció de Santiago en noviembre de 1991, cuando fue
      citado a declarar por el juez Adolfo Bañados que instruía la causa por el asesinato de
      Letelier. 
      Berríos, que en la DINA utilizaba el alias de "Hermes", ingresó por vía
      terrestre a Uruguay en compañía del entonces mayor de Ejército, Carlos Herrera
      Jiménez, cuyo alias era Bocaccio en la DINA, CNI y DINE (Dirección de Inteligencia del
      Ejército). Ambos portaban identidades falsas. Berríos llevaba documentos a nombre del
      detenido desaparecido Hernán Tulio Orellana; Herrera se había apropiado de la identidad
      de otro desaparecido, Mauricio Gómez. El químico fabricante de armas prohibidas y
      estupefacientes, huía de la justicia chilena bajo la protección de La Cofradía.
      Jiménez era el encargado de su custodia y seguridad. 
      Bocaccio, después de dejar instalado a Hermes, entregó la responsabilidad de su
      protección a sus pares uruguayos, los oficiales de ejército capitán Eduardo Radaelli y
      coronel Thomas Casella, quienes ocultaron al químico. Esta Operación Cóndor, de la que
      estaban al tanto el jefe del departamento de inteligencia del Ejército uruguayo, general
      Mario Aguerrondo y el coronel Héctor Lluis (que luego sería nombrado agregado militar en
      Chile), duró un año, hasta noviembre de 1992, fecha en que Berríos fue
      "secuestrado" por sus colegas guardianes. Berríos entendió la inminencia del
      fatal desenlace y optó por salvar su vida. Logró burlar a sus captores y telefonear, el
      día 11 de noviembre, al cónsul chileno Federico Marull, a quien solicitó protección y
      un salvoconducto para regresar Chile. No obtuvo respuesta, y cuatro días más tarde
      logró escapar. 
      Así fue que llegó, el 15 de noviembre de 1992, hasta la estación de policía de
      Parque del Plata. En el libro de partes de la comisaría (página que fuera arrancada y
      perdida tiempo después), estampó su denuncia: había sido secuestrado por militares
      uruguayos y chilenos, y solicitó protección policial "porque el general Pinochet
      mandó matarme". Lo que obtuvo, sin embargo, por decisión del jefe de policía de
      Canelones, coronel Ramón Rivas, fue ser regresado a manos de Thomas Casella. Fue la
      última vez que alguien, aparte de sus captores, viera a Berríos con vida. 
      Mucho se especuló durante meses respecto del paradero el ex agente de la DINA hasta
      que, el 17 de junio de 1992, el representante uruguayo en Italia, embajador Lupinacci,
      envió a su cancillería vía fax una carta firmada por Berríos y una foto de éste
      posando junto a un ejemplar del diario romano Il Messagiero, documentos que habían sido
      depositados por un misterioso emisario en el consulado en Milán. 
      Gracias al discurso oficial y a opiniones de prensa, esta prueba de la buena salud del
      químico fue considerada suficiente, y el caso se diluyó. Sin embargo, en abril de 1995,
      en una playa del Pinar, cercana a Montevideo, apareció un cadáver que más tarde sería
      identificado positivamente como Eugenio Berríos. Causa del deceso: dos balazos en la
      nuca. 
      Comenzó entonces una investigación cargada de nervios, silencios, desmentidos y
      acciones distractivas. En enero de 1996 un grupo de coroneles en retiro del Ejército
      uruguayo, antiguos miembros del departamento de inteligencia, hicieron llegar una
      declaración al diario La República, en que culpaban del asesinato al coronel Casella y
      al capitán Radaelli. En la misiva, los ex agentes aseguraban que "el general
      Aguerrondo se encontraba en Italia (en los días inmediatamente anteriores al envío del
      fax desde la embajada con la foto de Berríos). Alguien lo llamó y lo puso al tanto de lo
      que estaba ocurriendo. Ante esto (
) Aguerrondo llamó al jefe interino de
      inteligencia, que casualmente tiempo atrás fue agregado militar en Chile. Este, a su vez,
      se comunicó con el señor comandante en jefe (teniente general Rebollo), quien a su vez
      lo hizo con el señor presidente Lacalle (quien también se encontraba en Italia). La
      orden de Lacalle fue terminante: 'que todo se solucione de forma inmediata y que por
      ningún motivo tome trascendencia pública'. (
) El encargado de cumplir con esta
      misión fue el capitán Radaelli, quien viajó a Buenos Aires, y con colaboración de
      militares de inteligencia argentina, fraguó la carta y la foto (
) luego hicieron
      firmar a Berríos, y lo mataron". 
      Thomas Casella, hombre clave en esta intriga, no es un oficial cualquiera. Graduado en
      cursos de inteligencia a nivel de estado mayor, con especialidad avanzada en análisis
      político-estratégico y jefe operativo, comenzó su formación especial en la Escuela de
      las Américas, Panamá, en 1974. Terminado ese curso, radicó durante un año en Santiago
      (1975), donde se especializó en entrenamiento avanzado de paracaidismo y comando en la
      escuela de boinas negras del Ejército. Durante esos años trabó amistad con los más
      duros entre los duros de la institución chilena: Manuel Contreras, Augusto Pinochet,
      José Zara, Miguel Krassnof Marchenko. 
      Con tales antecedentes, que la custodia del ex agente Berríos quedara en sus manos,
      era una garantía para la parte chilena de la Operación Cóndor. Cuando se evaluó que el
      mejor destino para Berríos eran dos orificios de bala en su cabeza, hubo de buscarse
      también al mejor, al más pulcro en el trabajo. 
      Los peritajes forenses determinaron que la muerte de Berríos debió producirse entre
      enero y junio de 1993. En febrero de 1993 dos hombres vestidos de terno y corbata,
      lustrosos zapatos negros y anteojos oscuros, pasearon tranquilamente por la avenida
      Sarandí de la capital uruguaya, recorriendo mientras charlaban el asoleado paseo entre el
      Hotel Victoria Plaza y la Catedral. Una reportera gráfica reconoció al general Pinochet
      tras su atuendo civil y tomó la foto. El civil que acompañaba al capitán general era un
      oficial del ejército uruguayo, quien actuó de asistente permanente, por expresa voluntad
      de Pinochet: se trataba del coronel Thomas Casella. 
      Hoy Pinochet está detenido en Londres, y mientras "el paciente inglés"
      espera nervioso las jugadas de la historia, la maquinaria de protección e influencias se
      ha echado a andar. El cóndor vuela alto, husmeando 
        
      DAUNO TOTORO TAULIS 
      
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                         Las
      victimas de la Operación Condor